En noviembre, cuando el frío comienza a colarse por las ventanas y la luz del día se esconde antes de la cena, muchos sentimos que algo dentro también se apaga un poquito. Aquí en Rhode Island, el reloj cambia, los árboles se quedan desnudos y el cuerpo lo nota: dormimos distinto, tenemos menos energía y hasta el ánimo se vuelve más lento. No siempre lo decimos, pero ese cambio también toca nuestra manera de amar, de conectar, de desear.
La neurociencia lo explica: con menos horas de sol, el cerebro produce menos serotonina —la hormona del bienestar— y más melatonina, la del sueño. Es normal sentirse más cansado, con menos ganas de socializar o de tener intimidad. Pero lo que a veces olvidamos es que esos cambios químicos también afectan cómo expresamos cariño, cómo buscamos contacto o cómo entendemos la sexualidad.
Marta, por ejemplo, me contaba que cada noviembre se siente más apagada, menos motivada para compartir tiempo con su esposo. “No es que no lo ame”, dice, “es que mi cuerpo está en modo invierno”. Y eso tiene sentido: el cuerpo habla, y cuando lo escuchamos, podemos cuidar mejor nuestras relaciones.
Desde la fe, este tiempo también puede leerse como una invitación. En Eclesiastés se nos recuerda que “todo tiene su tiempo”, y quizá el otoño sea el momento de bajar el ritmo, de volver al calor del hogar y mirar con ternura el vínculo que nos une. La sexualidad no solo es deseo o impulso: es comunicación, compañía y consuelo. Es ese lenguaje silencioso en el que dos personas se dicen “estoy contigo”, incluso en los días fríos y oscuros.
La neurociencia respalda esa verdad espiritual: el contacto físico libera oxitocina, una hormona que genera calma y confianza. Cuando abrazamos, oramos juntos o simplemente nos tomamos de la mano, el cerebro interpreta ese gesto como seguridad. Y cuando hay seguridad, el deseo vuelve a florecer. No es magia: es biología al servicio del amor.
Juan y Ana, una pareja de Pawtucket, decidieron tomar en serio ese llamado. Con tres hijos pequeños y trabajos demandantes, el horario de invierno los dejaba agotados. En vez de dejar que la distancia creciera, propusieron una “noche de conexión”: sin teléfonos, sin televisión, con una vela encendida y una pregunta simple: “¿Cómo estás de verdad?”. Al principio, parecía poco, pero poco a poco recuperaron algo más profundo que el deseo: la intimidad emocional. Y cuando esa conexión volvió, la física también.
Es fácil olvidar que la sexualidad, en su sentido más amplio, es energía de vida. No empieza ni termina en la cama; está en cómo miramos, escuchamos y cuidamos al otro. La fe nos enseña que el cuerpo es templo del Espíritu, y la neurociencia nos recuerda que ese templo responde a lo que siente, a lo que respira, a la luz que recibe. Si el ambiente cambia, también cambia la manera en que ese cuerpo experimenta placer, calma y cercanía.
Por eso, noviembre puede ser un mes para reconectar desde lo simple. Tal vez no tengamos la misma energía de verano, pero podemos compensarlo con presencia. Con pequeños rituales: una caminata juntos antes de que anochezca, un abrazo más largo, una oración compartida al final del día. Son gestos que alimentan el vínculo y reprograman el cerebro para sentir gratitud, no solo cansancio.
En neurociencia, se habla de “neuronas espejo”: células que imitan lo que observan. Si vemos ternura, generamos ternura. Si vemos rechazo, activamos defensa. Eso también sucede en pareja: cuando respondemos con paciencia, el otro baja la guardia; cuando compartimos amor, el cerebro se siente seguro y se abre a la intimidad. Jesús mismo nos enseñó a amar de esa forma: con paciencia, con cuidado, con verdad.
Marcos, un joven de Providence, decía que el invierno lo hacía sentirse más solo y que su deseo aumentaba, pero no como búsqueda de amor, sino de compañía. Cuando comprendió —desde la neurociencia y desde la fe— que el deseo puede ser también una señal de vacío, comenzó a cuidarse distinto. En lugar de buscar placer inmediato, buscó conexión real. Aprendió que amar no es solo sentir, sino también decidir.
Quizá ese sea el mensaje que este cambio de estación nos trae: no se trata de forzar la energía o la pasión, sino de aprender a leer los ritmos del cuerpo y del alma. La oscuridad no es enemiga, es maestra. Nos enseña a encender otras luces: las del afecto, la empatía y la fe.
Así, cuando noviembre apague el sol más temprano, encendamos nosotros una nueva manera de amar: más consciente, más humana, más divina. Porque la sexualidad —vista desde el cerebro y desde el espíritu— no es solo un acto físico: es la forma en que Dios nos recuerda que fuimos creados para conectar, para cuidar y para dar vida, incluso en los días más fríos del año.
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