En este Mes del Padre, aunque muchas veces se vive en silencio o sin grandes reconocimientos, es importante detenernos a valorar el impacto real y profundo que tiene una figura paterna presente. No hablamos del “papá perfecto” ni del que todo lo sabe, sino del que elige estar, acompañar, cuidar y construir vínculo. Porque su presencia —cuando es consciente, amorosa y comprometida— deja huellas invisibles pero poderosas en el corazón y el cerebro de sus hijos.
Cuando un padre está presente, no solo está físicamente cerca. Está emocionalmente disponible, dispuesto a escuchar sin juzgar, a poner límites desde el amor y a mostrar ternura sin miedo. La ciencia ha demostrado que el vínculo con la figura paterna es tan relevante como el materno, especialmente en los primeros años de vida, cuando el cerebro de un niño está formando millones de conexiones por segundo.
Estudios en neurociencias revelan que los niños que crecen con figuras paternas comprometidas desarrollan mejor sus habilidades emocionales y cognitivas. Esto no significa que deban ser padres perfectos, sino disponibles. Por ejemplo, un papá que se toma diez minutos cada noche para hablar con su hija sobre cómo se sintió en el día, sin apurarla ni interrumpirla, le está enseñando sin darse cuenta que sus emociones importan y que merecen ser escuchadas. Ese hábito simple fortalece las conexiones neuronales relacionadas con la empatía, la auto-regulación y la auto-estima.
Otro ejemplo muy cotidiano: un papá que cocina con su hijo y le enseña que el cuidado no tiene género, está haciendo más que una tarea doméstica. Está rompiendo patrones. Desde la educación sexual integral, sabemos que mostrar a los niños que el cuidado del hogar y del cuerpo no son responsabilidades “de mujeres” les permite crecer con una idea más saludable del respeto, del consentimiento y de la equidad.
Ser un papá presente también significa poder hablar de temas difíciles. Un padre que habla con su hijo adolescente sobre la pornografía, no desde el miedo o el castigo, sino desde la confianza y la guía, está ayudándolo a desarrollar un pensamiento crítico frente a los mensajes distorsionados que recibe en internet. Le está enseñando que el sexo no es lo que ve en la pantalla, sino un encuentro que debe estar basado en el respeto mutuo, el consentimiento y el cuidado. Eso es educación sexual y también es amor paterno.
Las neurociencias también nos dicen que el contacto físico positivo —como un abrazo sincero, un juego compartido, una caricia al dormir— genera en los niños la liberación de oxitocina, la hormona del apego y la calma. En otras palabras, un papá que abraza con frecuencia, que juega al piso, que se ríe con sus hijos, está literalmente ayudando a construir un cerebro más resiliente, más seguro, más conectado.
En muchas culturas se espera que el padre sea el fuerte, el proveedor, el que impone disciplina. Pero eso ha limitado por generaciones su posibilidad de vincularse desde el afecto. Un papá que llora con su hijo en una despedida, que expresa su tristeza o su alegría con libertad, está enseñando que la vulnerabilidad también es parte de ser hombre. Ese aprendizaje vale más que mil palabras.
Cuando un padre es parte activa de la crianza —y no un “ayudante”—, los niños entienden que el amor no tiene horarios ni géneros. Que cuidar es un acto humano, no exclusivo de una madre. Que pueden confiar, compartir y también ser cuidados.
Un padre presente no tiene que saberlo todo. Solo tiene que estar. Escuchar. Mirar a los ojos. Nombrar lo que siente. Acompañar sin resolver todo. Preguntar cómo fue el día. Admitir cuando se equivoca. Enseñar con el ejemplo. Y sobre todo, hacer sentir a sus hijos e hijas que son amados sin condiciones.
Eso transforma vidas. Eso deja huella para siempre.
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