¡Oh!, sorpresa, “Medellín la ciudad más grosera de Colombia”.
Hace pocos días me sorprendió la prensa, la radio, la televisión y las redes sociales anunciando que somos los más groseros del país. Según una encuesta realizada por la plataforma de aprendizaje de idiomas en línea Preply, a más de 1.500 personas de veinte ciudades, se evidenció que los medellinenses somos los más groseros y mal hablados de Colombia; aducen los resultados que Medellín es la ciudad donde más palabras groseras se dicen cotidianamente, en promedio una persona dice nueve (9) groserías cada día. La idea era saber cómo está compuesto ese lenguaje soez, vulgar y grosero que se usa en el país y cuál de las ciudades era la más grosera, además de buscar las razones que subyacen detrás de tanta vulgaridad. Según resultados de la plataforma, Medellín, Manizales, Cali, Bucaramanga y Bello son las ciudades que lideran la lista de las más groseras, dejando en evidencia que las mujeres dicen más groserías, es decir, son las campeonas de la vulgaridad; ahora, quedó claro que los rangos de edad entre 16 y 24 años son los más vulgares. Gústenos o no, quedamos como los más groseros y boquisucios del país, ¡qué vergüenza!
Este tema del lenguaje vulgar tiene mucho de largo como de ancho, hace pocos días, en medio de una tertulia alrededor de una taza de café, alguien con voz estridente, fuerte, y brusca, adujo que el país, en términos de lenguaje, estaba muy mal desde que había aparecido el reguetón. De manera pausada dije no estar de acuerdo, y, no lo decía por hacer alguna defensa del reguetón, no, la verdad no gusto mucho de ese género musical, respeto mucho los gustos de todos, “para gustos los colores” dicen por ahí. Con lo que nunca he estado de acuerdo es con jugar a la doble moral; algunos adultos hoy critican las vulgaridades musicales y, se les olvida que en la década de los años setenta, al llegar las fiestas decembrinas cantaban a todo pulmón, “El trovador del Valle”, de Gildardo Montoya, “El arriero (mula hijuep…)” de Octavio Mesa, y más reciente, “El Apachurrao” de Leonardo Marín, y muchas otras canciones. Yo pregunto, ¿esas canciones no son groseras? No me vengan a decir que las palabrotas y vulgaridades con doble sentido de estos señores estaban recubiertas de santidad. Repito, no juguemos a la doble moral, me enerva la forma de criticar de algunos, que solo miran la paja en el ojo ajeno. Estoy por creer que en la memoria de muchos pervive el recuerdo de los chistes de la Nena Jiménez.
Que bueno sería que todos tuviéramos un buen vocabulario, unas buenas relaciones con los demás en medio de palabras respetuosas y elegantes, no es difícil, es cuestión cultural, así como dejamos entrar el parlache, en los años ochenta y noventa, como una nueva forma de expresión, así mismo deberíamos optar por hablar sin vulgaridades. No me escandalizo porque no soy mojigato, pero si me llama la atención que niños, jóvenes y adultos para referirse a algo o alguien siempre anteponen la palabra “marica”, esta expresión se volvió paisaje, algo común que se escucha por todos lados. Tuve la fortuna de almorzar con un amigo semiólogo y este me explicó que los dichos, comportamientos y las modas, en no pocas ocasiones, llegan a la cotidianidad por medio de ídolos que crea la misma sociedad; me antepuso que no se trataba de juzgar o culpar a nadie, pero, que los cantantes antioqueños, Juanes y Karol G. además del ciclista Rigoberto Urán, incidieron mucho en las nuevas formas de expresión. Obvio que otros más también incidieron.
En medio de este maremágnum de vulgaridades, recuerdo que lo más vulgar que yo decía a mis compañeritos en la escuela era, “la tuya que es de cabuya”, o, ya a otro nivel decía, hijuemama, hijuepuerca, hijuemichica… Me duele saber que muchos hijos hoy tratan a la mamá con palabras vulgares, entre hermanos, algunos, no se dan el mejor trato lexicográfico. Siempre se ha dicho que las palabras son como la flechas, después de ser lanzadas es muy difícil que regresen, de ahí el cuidado que debemos tener al hablar. Me llama la atención que algunas parejas cuando discuten no miden consecuencias, es así como el lenguaje que utilizan y, en medio de palabras de grueso calibre, las ofensas alcanzan su máxima expresión. Sé que no soy el más apropiado para dar consejos, pero, si creo que debemos respirar profundo antes de lanzar un insulto, guardo en mi memoria dos insultos que me hicieron y que aún, con el pasar de los años, no he podido olvidar. Pensemos antes de insultar y no insultemos para después pensar y, porque no, arrepentirnos.
Para terminar, quiero referirme a una anécdota, algo que marcó mi vida desde mis dieciséis años; recuerdo que después de reunirnos como grupo parroquial juvenil, nos fuimos a una taberna a tomar cerveza. Luego de hablar de todo y de todos, empezamos a contar chistes vulgares, yo no podía quedarme atrás, fue así como concediéndome el turno conté el chiste más vulgar que sabía. En medio de carcajadas me retiré al orinal y saliendo de allí, un amigo se me acercó y me dijo, “muy bueno tu chiste, Carlos, pero fulanita, no celebró tu chiste, la decepcionaste con tus vulgaridades, me dijo que te creía más serio…” Saqué algunas monedas de mi bolsillo, se las di a mi amigo para ayudar con la cuenta, y me retiré por la puerta de atrás; la niña más linda de la mesa con quien pensaba construir algo hermoso, me tenía como un vulgar. Jamás, jamás, jamás… en mi vida, volví a contar chistes groseros, y empecé a cuidar mi vocabulario, aunque no lo niego, de vez en cuando se me sale uno que otro diablillo.
Coda; cuando la ciudad ganaba y ganaba otros premios, se decían muchas cosas desde el sector público y privado, con este premio nadie dijo nada, ¿qué pasaría, hijuemama?