Madrugué y me levanté temprano como suelo hacerlo, después del aseo personal me dediqué a la lectura del periódico mientras tomaba una taza de café, no sé por qué, pero al pasar las hojas dando un vistazo general, antes de empezar a leer con atención, llegó a mí un pesimismo horripilante. Debo admitir que las noticias no eran nada halagüeñas, el alcalde pelea y pelea con la clase política e industrial, los concejales se dividen disputándose la presidencia del concejo y, obvio luchando por más prebendas y poder, los diputados dicen que la elección de contralor departamental está viciada, la pelotera por la represa Hidroituango es cada vez mayor, los candidatos presidenciales, que por estos días abundan, visitan la ciudad y posan impolutos para la foto, el movimiento que pretende revocar al alcalde entregó las firmas a la Registraduría Nacional, algunos líderes comunales denuncian irregularidades en el presupuesto participativo. En fin, políticamente la ciudad está enferma.
Como se trataba del fin de semana, mi objetivo era organizar mis libros y disponer de uno que estoy leyendo con atención, un clásico de la literatura española, “Rimas y Leyendas” de Gustavo Adolfo Bécquer. Entrada la media mañana y con la concentración en mi libro, al cien por ciento, empecé a escuchar a lo lejos un pregonero con altoparlante que poco a poco se iba haciendo más audible con su pregón, ya muy cerca y queriendo estallar mis oídos me di cuenta que vendía los tamales de Santa Elena, “y la masa, la masa es más rica que la carne, si no le gusta no me lo paga…”. Cuando había alcanzado de nuevo mi concentración y envuelto en esas rimas exquisitas del siglo XIX, un ventero más me sacó de la lectura, esta vez se trataba de una carreta llena de verduras, “tres bananos por mil, ¡oiga échele yuca, échele papá!, tres bananos por mil, aguacates maduritos…”. Cerré el balcón y las ventanas, sin embargo, escuché el señor de la mazamorra, el que vende medio litro de helado, otro ofreciendo donas y, finalmente, en la acera del frente se instaló un señor con un bafle imitando a todo timbal al rey del despecho. Mi día de descanso corría y no podía leer, mi ciudad está enferma de ruido, pensé en los niños, los ancianos y los enfermos.
Ya en la tarde decidí salir a caminar, tarea para nada fácil, ya que las aceras o espacios peatonales son cada vez más reducidos para los ciudadanos, lo digo porque mientras caminaba tranquilo por el andén, de repente una moto se me vino encima y tuve que desquitarle, no solo a la moto sino a la mirada desafiante e inquisidora de su conductor como diciéndome deje de estorbar. Sí, motos y bicicletas están de moda en las aceras haciéndole el quite a los interminables tacos vehiculares que no disminuyen así prohiban carros y motos, agotando todos los números arábigos y las veintisiete letras del alfabeto en los pico y placa. Lo cierto es que a la ciudad no le cabe una moto ni un carro más, ahora, el problema es que en algunas calles con tres carriles solo hay uno habilitado, esto porque los dos restantes se convierten en parqueaderos improvisados donde el señor del trapo rojo se convierte en dueño del pavimento. Son tantos los carros y los accidentes que hace poco se tomó la determinación de bajar la velocidad en una de las principales avenidas de la ciudad, la ciudad se nos enfermó en movilidad. Desplazarnos se convirtió en otra enfermedad.
Entiendo y soy consciente que todos necesitamos comer y sobrevivir en estas moles de cemento llamadas ciudad, pero, son tantos los venteros ambulantes que no hay por donde caminar, las aceras no solo están invadidas por carros y motos mal parqueadas, sino que además algunos dueños de negocios invaden los andenes con sillas y mercancías, como si fuera poco algunos talleres improvisados no dejan espacios para el peatón. Me dolió mucho caminar la ciudad y ver basuras por todos lados, ¡la ciudad está sucia, muy sucia!, da tristeza ver lo que otrora fueron jardines convertidos hoy en rastrojos y botaderos de escombros. A todo lo anterior hay que agregar los huecos en las vías y las obras civiles que se demoran en ser terminadas, en fin, son tantas cosas que termina uno desconociendo su propia ciudad. Se revuelven mis sentimientos al recordar “la ciudad de la eterna primavera” cuando florecían los guayacanes amarillos y rosados, poniendo reluciente “la tacita de plata” como llamaban a Medellín hace algunos años. La ciudad se desordenó, la ciudad se enfermó.
Según algunos burgomaestres, la ciudad se encuentra en la cuarta revolución industrial, es dueña de premios y exaltaciones a nivel nacional e internacional, tiene prestigios en eventos y ferias, pero, de qué sirve tanta parafernalia si el miedo nos está invadiendo, los atracos múltiples pululan, ya ni en los restaurantes está uno seguro, menos en las vías públicas, sea como conductor o peatón. Lo ola de inseguridad es tal que la gente tiene miedo de salir, viene a mi mente la década de los años ochenta cuando se volvieron comunes las rejas, las chapas y candados. Nos enfermamos de inseguridad.
Pd: Aclaro a quienes decidieron leer estas líneas que nací en Medellín, vivo en Medellín, amo mi ciudad y por nada del mundo dejaría este terruño donde vi por vez primera la luz del sol y, aspiro cerrar para siempre mis ojos de forma pausada y tranquila.