En un barrio empinado de la ciudad de Medellín, bajo el techo de una humilde vivienda de adobes desnudos y pisos desajustados, vivía la familia Martínez, o los Martínez como los llamaban los vecinos. En tiempos pretéritos, don José Martínez, había migrado con su esposa y sus hijas a la ciudad huyéndole a la violencia que se había desatado en aquel pueblo del nordeste antioqueño. Después de adaptarse a la vida citadina y aprender a sortear las necesidades del día a día, don José, madrugaba a las tres de la mañana para salir a reciclar, su madrugón obedecía a llegar antes que el camión recolector de la basura y así poder esculcar entre desechos, sobras y despojos, aquellas cosas que le pudieran servir para llevar el sustento a su hogar. Fueron muchos años de trabajo en los que don José nunca descansó, ya que domingos y días festivos, los dedicaba a vender mangos viches con sal, confites, galletas y otras cositas más en las afueras de la iglesia del barrio, muy cerca de una cancha de fútbol donde pululaban niños y jóvenes mecateros. Por obvias razones, don José nunca pagó seguridad social y menos cotizó para su pensión.
La vida de los Martínez estuvo siempre marcada por la escasez, envuelta en dosis de miseria, aunque nunca faltó la comida, debido al constante esfuerzo de aquel hombre bajito y delgado que luchó por los suyos, las necesidades nunca faltaron. Un 24 de diciembre, después de vender su reciclaje, don José se dirigió al centro de la ciudad a comprar el traído del niño Dios a sus dos hijas. Del suelo, en esas ventas callejeras de agáchese y lleve más barato, don José cogió una muñeca vieja de trapo y un triciclo destartalado que alegrara el despertar de sus hijas en la natividad de aquel diciembre. Ese era don José, un hombre que amó a sus hijas y a su esposa hasta que la enterró víctima de un cáncer. A la temprana muerte de su madre, Luisa, la hija mayor debió encargarse del cuidado de la casa y de su hermana menor, la misma que años más tarde asesinarían en un bar del centro de la ciudad.
Como madre soltera y con su padre longevo, Luisa se sentía cansada, sin ganas de luchar más. El cansancio físico y mental se veía reflejado en su rostro cada vez que atendía a su padre de noventa y dos años, con rabia y malos tratos se dirigía a él.
-Papá venga yo lo visto que nos vamos a ir a pasear.
Aquel hombre desdentado y con los primeros síntomas de Alzheimer, alcanzó a responder, -mijita yo estoy muy cansado hoy como para salir, mis fuerzas no me dan.
-No importa papá, nos vamos despacito, despacito…, nadie nos acosa.
Eran las tres de la tarde, de aquel domingo soleado, cuando Luisa con su padre llegó al centro de la ciudad, después de caminar despacito, como lo había prometido, empezaron a atravesar la Carrera Junín, un lugar muy conocido en la ciudad, donde muchos salían a juninear. Después de un corto desplazamiento, Luisa entró con su padre a una cafetería de renombre; mientras acomodaba a su padre en la silla, le pidió al camarero dos cafés y dos pasteles de pollo.
Habiendo terminado de comer primero que su padre, Luisa se paró de la mesa advirtiéndole que iría al baño. Pasados cuarenta y cinco minutos, y, al ver que aquel anciano continuaba solo en la mesa, el administrador del negocio se acercó y le preguntó.
-Viejo, ¿dónde está la señora que llegó con usted?
-Me dijo que iba al baño, pero, yo creo que me abandonó, o mejor, me botó como se botan las cosas viejas-, respondió don José, mientras un par de lágrimas escurrían por sus ajadas mejillas.
-Viejito… ¿y usted sabe dónde vive?
-No señor, ya no sé si vivo o muero. Permítame me retiro, y lamento no tener con qué pagarle el servicio.
-No se preocupe señor-, respondió el administrador con sus ojos encharcados en llanto.
Dos meses después de aquel nefasto abandono, Kelly, vecina de Luisa, se acercó a esta para decirle que había visto a su padre en medio de un aguacero, acostado en una acera, envuelto en cartones y periódicos. Luisa no se inmutó e ignoró lo que su amiga le decía.
Esta historia real, me la contaron hace poco y así tal cual la narré, pero, más que cuento, no puede desconocerse que lo aquí expresado se repite constantemente. Desconsolado llamé a una amiga gerontóloga para indagar qué se está haciendo en la ciudad por los viejos, me respondió, poco o nada, sentí ganas de llorar, por eso no indagué más. Termino estas líneas diciendo que envejecer es un proceso gradual, natural e inevitable. Poco a poco nos damos cuenta que envejecemos al ver nuestro cuerpo cambiante, al mirarnos al espejo y saber que no somos los mismos. Ojalá que los gobernantes se preocupen más por aquellos que, en su momento, lo dieron todo para transformar y aportar a la ciudad.
“A medida que envejecemos, debemos ir
aprendiendo a conocer la soledad”.